La riqueza de la bicicleta de montaña como deporte no radica exclusivamente en lo físico. No solamente se precisa o se consigue con ella un buen estado de forma, sino que enriquece el alma si a ella le añadimos el viajar y romper con la monotonía de nuestros paisajes y senderos. Cambiar esos paisajes puede suponer para muchos de los países que acompañamos en este primer mundo, en verdaderos viajes. Sin embargo aquí tenemos la suerte de recorrer sólo 200 kilómetros, y cambiar de la Ibérica Zaragozana a los hayedos más espectaculares.
Aunque la variedad de colores del otoño ya había desaparecido, teníamos la ventaja de ciclar por auténticas alfombras de hojas que todo lo envuelven.
Los senderos apenas se distinguen y su trazado en largas laderas sigue la lógica de las curvas de desnivel sin alterar en nada el entorno.
Cualquiera de nosotros perderíamos continuamente la trazada y solamente el track del GPS nos guiaría por la linea del sendero.
Si vas detrás de una buena rueda y tienes fe en la misma, podrás llegar a intentar seguir el ritmo de los locales, aunque nosotros siempre desconfiaremos en lo que habrá debajo de esa hojarasca, pensando en piedras y palos que interrumpan nuestra velocidad, a veces desmesurada.
Acostumbrados a la piedra y a la sequía no será fácil. Aquí todo resbala y los tacos de las cubiertas se mimetizan rápido con el terreno sobre el que ruedan.
La pluviometría unida a la latitud lo convierten todo en un mundo completamente diferente
Silencio interrumpido solamente por el crujir de las hojas en el avance de la bicicleta
En los collados es en donde se aprecia la gran extensión de estos bosques. Dentro de ellos perdemos rápidamente toda referencia y orientación
El marrón ya se ha teñido de blanco y muchos de los que frecuentan estos bosques con sus bicicletas lo recorrerán con sus esquís de montaña. Pocos kilómetros tendrán que recorrer si quieren rodar de nuevo sus bicicletas por costas, desiertos, estepas o bosques mediterráneos. Gran suerte la nuestra.